Está claro que quienes proponen –o más bien exigen- a los creyentes que reserven para el ámbito privado su vivencia religiosa no han leído el Evangelio, o al menos no han leído el pasaje que este quinto domingo del tiempo ordinario proclamaremos en la Eucaristía. “No se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” dice el Señor; y por si no quedaba claro, concluye con estas palabras: “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el Cielo”
No podría ser de otra manera. El fuego de la fe, la esperanza y la caridad no nos ha sido regalado para ocultarlo bajo una campana –que lo ahogaría- sino para que ilumine, caliente y enardezca nuestra vida, y la de nuestros prójimos. Es la dinámica del don: lo que hemos recibido ha de ser entregado, propagado, difundido.
Nuestro mundo entiende y aprecia las obras de caridad que la Iglesia y sus hijos llevan a cabo. Es difícil leer al Profeta Isaías en las palabras que hoy nos dirige (Is 58, 7-10) y no pensar en tantas instituciones entregadas a los más necesitados. “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo”. Las Hijas de la Caridad , las Hermanitas de los pobres, la familia hospitalaria de san Juan de Dios, las Misioneras de la caridad y tantísimas otras familias religiosas –por no hablar de Cáritas o Manos Unidas- pueden decir con humildad y verdad que siguen los pasos del Señor, las buenas obras a las que Jesús nos lanza.
A ningún simpático laicista se le ocurriría decir –al menos nunca lo he oído- que los cristianos debemos practicar la caridad en nuestro ámbito privado, en el fuero interno. Que los comedores para pobres y las casas de acogida molestan, y que igual que los crucifijos, deben ser erradicados de la vida pública.
Quizá no entiendan, y hoy nos lo viene a recordar san Pablo (1 Co 2, 1-5), que los cristianos somos, vivimos y proclamamos no una filosofía, menos aún una ideología, sino a Cristo, y éste crucificado. Y por eso no podemos dejar de servir al prójimo ni de anunciar el Evangelio, y ambas realidades de forma inseparable.
Todo ello con debilidad, temerosos a veces por nuestro barro, pero firmes en el poder del Espíritu, que nos hace sal de la tierra y luz del mundo, una luz que no es nuestra, pero que nos ha cautivado. Qué hermosa misión, hermanos en Cristo, nos ha dejado el Señor. Que brille para gloria de nuestro Padre.
Feliz día
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