Un rasgo propio de nuestros días es el deseo de vivir experiencias límite: lo vemos en algunos deportes de reciente creación, o simplemente en conductas cotidianas excesivamente arriesgadas. ¿A qué responde? Tengo para mí que es un rasgo –desgraciadamente muy mal encauzado con frecuencia- del deseo de absoluto que anida en el corazón humano.
Jesús -en el Evangelio de este domingo- viene a poner sentido y dirección a ese potente anhelo de infinito. Nos pide que amemos hasta el extremo. Ésa es la medida, no sólo con los amigos –que se da por supuesto- sino con nuestros mismísimos enemigos: pon la otra mejilla, sé generoso, haz el bien. El Señor tiene la osadía de lanzarnos a un perdón y a una benevolencia que superan lo humano a la vez que lo realizan. ¿Cómo es posible? El fragmento del Levítico que escucharemos en la primera lectura nos da la clave: “Seréis santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Es Él quien nos da la fuerza y el coraje para amar a nuestros enemigos y rezar por nuestros perseguidores. Y con ello nos da lo más grande: su misma vida. Ésta es la vocación de todo hombre, ser perfecto como el Padre, es decir, tener su Amor, su Misericordia, participar de su Gloria.
Nos parece inalcanzable e inconcebible. Sólo el testimonio de Cristo, y el de tantos cristianos a lo largo de la historia, nos convencen de que es posible vivir en el extremo. A él nos lleva el Espíritu Santo que habita en nosotros, que nos hace templos de Dios, nos dice san Pablo en la segunda lectura. Y concluye, como hacemos hoy nosotros, con la certeza de que todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.
Feliz domingo.
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