Todos servimos a alguien, ¿no creéis? Algunas servidumbres son explícitas, se notan, y hasta les ponemos nombre: sirvo al jefe para que me vaya mejor; sirvo a la moda –y voy a la idem- para que me acepten; sirvo a ciertas personas o intereses por futuros beneficios. Hay quien sirve a su familia, y lo da todo; o al prójimo, y da más. Incluso hay quien sirve a Dios, y entonces no da, sino que se da. Algún gracioso habrá que diga que él a quien de verdad rinde servidumbre es a su señora esposa. Y puede que algún cínico –o simplemente un despistado existencial- piense que él no sirve a nadie (algo parecido dijo Lucifer, por cierto) y resulta que idolatra a un personaje de su misma estatura y complexión, y que responde –coincidencias de la vida- a su mismo nombre.
Al final, siervos del mundo o siervos de Dios. La primera lectura de la Eucaristía dominical habla, precisamente, del siervo de Dios que el Creador mira con sano orgullo. Hoy esta expresión la reservamos en la Iglesia para aquellos hombres y mujeres que han mostrado con sus vidas un destello del amor y bondad divinos. Son aquellos de los que se comienza el proceso de canonización, el camino que lleva a los Altares.
Esta semana, seguro que lo saben, nos hemos quedado sin un siervo de Dios. No es que hayan descartado a ningún candidato como no apto para seguir el rumbo al Cielo, sino que a uno de ellos le han “ascendido”: se llamaba Juan Pablo, y le quería todo el mundo.
Estoy seguro de que millones de personas se han alegrado con la noticia. Vienen a nuestras retinas las imágenes de aquella riada humana en la que se convirtió Roma durante los días de sus funerales, en abril de 2005. Recuerdo perfectamente las palabras de mi madre al informarme de que mi hermana –que no pisaba la Iglesia desde hacía veinte años- se puso a llorar al conocer el fallecimiento del Pontífice. Y es que, si no era todo el mundo, te faltaba poco, Juan Pablo.
Pero esta misma semana, cosas de la vida, cerraban la única capilla católica que existe en la universidad pública en Barcelona. Y ha coincidido también que se ha conocido en estos días el lapsus –olvidos los tiene cualquiera- de la Comisión Europea al editar una agenda escolar para el presente ejercicio en el que están reflejadas las más importantes fechas –incluidas las fiestas religiosas musulmanas e hindúes-, pero falta el pequeño detalle de resaltar el 25 de diciembre o el Viernes Santo. Detalles. Por no decir nada del silencio bochornoso de los medios de comunicación e instituciones occidentales ante la persecución a los cristianos en Egipto, Irak, China, Afganistán o India, por poner algunas naciones.
Pues a esas naciones quiere enviar el Señor a su Siervo: es poco que reúnas a las tribus de Israel. “Te hago luz de las naciones para que mi Salvación alcance hasta el confín de la tierra”. ¿A los vándalos de Barcelona que entraron con bocatas en la capilla universitaria? A esos. ¿Y a los terroristas islámicos de Al-Qaeda y sus colegas? También. ¿Y a los laicistas excluyentes de nuestra querida Europa? Con más razón.
Pero para que el Siervo sea luz deberá convertirse en el Cordero, el que quita el pecado del mundo. La Víctima inocente que toma sobre sí la maldad que agrieta nuestra existencia, y la lava con el bautismo del Espíritu, y la purifica con su fuego. Para eso dio –da- la vida Jesús. Y después, cuando dejamos de ser siervos del mundo para convertirnos en hijos de Dios, su llama nos enardece para iluminar y dar calor, que falta hace.
Y con las ganas que dan de olvidarse de tanta hostilidad o indiferencia mundanal, el Señor no nos deja, y nos pide –cristianos- que seamos luz de las naciones, hasta los confines de la tierra. Y que salgamos a anunciar a Cristo que viene –como Juan Bautista- y el Señor hará el resto. Para eso está el Tiempo Ordinario litúrgico, para dejar que Dios haga su obra en nosotros, a fuego lento, como los buenos platos. Que haga su obra maestra, como la hizo en Juan Pablo II, como la quiere hacer en ti.
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