Pronuncié el mismo vítor dos años después, esta vez en Colonia, en la Jornada Mundial de la Juventud, ante un Benedicto XVI que se estrenaba en estos eventos con nosotros. De aquel encuentro -junto con imágenes inolvidables- se me grabó en el alma que las revoluciones que valen la pena las llevan a cabo los santos; eso nos dijo el nuevo Papa, y yo estoy en ello.
Un año más tarde nos visitó en Valencia, en el Encuentro Mundial de las Familias, adonde acudí con mis padres y con mis compañeros seminaristas. En la bellísima Ciudad de las Artes y las Ciencias volví a gritar sin sonrojo alguno que estaba encantado con el Papa, que era un regalo de Dios; que sus palabras en defensa del matrimonio, ése que une para siempre a un hombre y una mujer, en fidelidad y exclusividad, y del que viene el tesoro de los hijos, fueron muy reconfortantes, especialmente en esa España en la que se empezó a dejar de saber qué quiere decir de verdad una alianza esponsal.
En el 2007 también me desgañité -esta vez en Castel Gandolfo- para que el Santo Padre supiera de mi conformidad con su persona y ministerio. Fue en la clausura de la Misión Joven en la que las Diócesis de Madrid, Alcalá y Getafe estuvieron inmersas.
Pero el apoteosis de los "vivas" llegó en el 2011, en la JMJ de Madrid, cuando agotados pero gozosos descubrimos a ese sucesor de Pedro que permanecía firme ante la tempestad, nos agradecía el testimonio, y nos encomendaba paternalmente a nuestro Padre común. El caluroso verano de Madrid sacó el rostro más cálido de Benedicto, y su sencillez y timidez -que tanto contrastaban con el carisma de Juan Pablo II- nos conquistó, y nos ayudó a reflexionar sus mensajes, tan profundos, tan brillantes.
Y en esto llegó febrero del 2013. Y ahora, con más serenidad que en Cuatro Vientos, que en Marienfeld, Valencia o Roma, quiero expresar no obstante el más contundente de mis "¡Viva el Papa!". Porque nos ha puesto a todos los católicos delante de lo fundamental de nuestra fe: vivirla en conciencia, buscando hacer la voluntad de Dios, por el bien de los hombres, y la santificación personal. Y no importa si uno aparece débil ante 6.000 millones de seres humanos. Y no pasa nada si se tergiversan las palabras o intenciones por las que uno obra, o si se le compara a uno con el incomparable predecesor. Sólo importa vivir la vida ante de los ojos de Dios, guiar la existencia según Su Palabra, saberse Iglesia -familia y sacramento- y descansar humildemente en las manos del que nos crea, nos recrea, nos salva.
Santidad Benedicto XVI, ¡viva! Gracias por su testimonio de fe. Gracias por sus encíclicas sobre el amor que es Dios, sobre la esperanza que nos salva, y la caridad que se vive en la verdad. Gracias por asumir el infame peso que la fragilidad y el pecado provocaron en la Esposa de Cristo, y en tantas víctimas inocentes; Gracias por explicar el camino para llegar a Dios, por querer dialogar de ello con quien se prestara, por intentar rescatar a hermanos cristianos que se quedaron por el camino de la tradición.
Gracias, en definitiva, por este último acto de magisterio, que nos hace volvernos a Dios confiadamente, y recordar que es Él quien lleva esta Barca, y la de nuestra vida, si le dejamos.
¡¡¡Que viva el Papa!!!
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