Al terminar la Jornada, un grupito de los que habíamos ayudado en la organización de la misma comentaba entre sonrisas: “¡Ha sido un éxito! Después de más de un año trabajando, la Vigilia casi no se puede celebrar, miles de inscritos se han quedado a las puertas, y el domingo más de un millón de jóvenes no han podido comulgar. ¡un éxito!”
Y sí, lo ha sido, a pesar de todo. A pesar de que el evento más grande y complejo del mundo haya sido organizado en buena medida por voluntarios no suficientemente capacitados. A pesar de que las fechas eran… complicadillas. A pesar de que a algunos no les hacía mucha gracia que viniera el Papa, y se han empeñado en manifestarlo de los peores modos. A pesar de todo, la JMJ ha sido un éxito, es decir, un regalo de Dios, que ha mostrado Su rostro en medio del mundo de hoy. Un regalo para la Iglesia, que se ha sorprendido de verse tan joven, tan alegre, tan universal, tan viva. Esa Iglesia perseguida en China o Irak, acosada en medio mundo y criticada en el otro, pues resulta que aglutina a cientos de miles de jóvenes, como no lo hace ninguna otra institución en el mundo. Jóvenes alegres, sanos, con deseos de un mundo mejor, de una vida mejor, con deseos de Dios.
Es difícil resumir en unas líneas tantas experiencias. Desde los lejanos preparativos para formar equipos de voluntarios que coordinaran el evento, hasta la entrega de las llaves de los colegios al Ayuntamiento de Leganés. Entre medias, decenas de reuniones, cientos de mails, idas y venidas para medir los espacios, para motivar a los jóvenes a que participaran en el encuentro, para cuadrar los números de peregrinos con los espacios disponibles… muchas anécdotas. He descubierto que el traductor Google puede ser muy divertido, y que para él los “abonos transportes” madrileños se convierten en “fertilizantes para el transporte” en inglés. Me hubiera gustado ver la cara de Gerard, el responsable del grupo indonesio, cuando recibió semejante traducción.
Junto a las anécdotas, y al cansancio, y al sueño de esos días, lo más importante, la razón por la que el Papa nos embarcó en semejante aventura: palpar a Cristo actuando, en nosotros, en el prójimo, en el ambiente. Es esa atmósfera –que en cristiano se dice Espíritu Santo- la que permite ver a jóvenes irakíes y norteamericanos unidos en la misma foto; que hace que el calor, o el cansancio, o las incomodidades, no sean excusa para pensar en uno, sino para encontrarse con el otro. Ese Espíritu que dio la fuerza a los voluntarios para servir y acoger a miles de jóvenes, durante muchas horas, dándoles de comer o llevándoles al hospital más cercano. Es el Espíritu que conquistó los corazones de las jóvenes, guapas y alegres religiosas concitadas en el Escorial. El mismo que metió en las mentes y corazones de los profesores universitarios que se reunieron en la Basílica de San Lorenzo el deseo de saber y la misión de enseñar. El mismo Santo Espíritu que ha llamado a los jóvenes seminaristas que llenaron la Almudena para seguir a Cristo sumo y eterno Sacerdote. El que sostiene a los enfermos del instituto san Juan, y a tantos otros, y a los que con cariño y profesionalidad los cuidan y curan. El Espíritu Santo de Dios que sopló con fuerza en Cuatro Vientos, desafiando a los cristianos del siglo XXI para que estén firmes en su fe, para que no se les lleve el viento de la mediocridad, de lo fácil, de lo superfluo. Y la lluvia de gracias, que está llamada a engendrar los santos de nuestro tiempo, hombres y mujeres de oración, que descubren a Dios en su vida y en el prójimo, que se comprometen con su mundo mientras caminan hacia la patria celeste, y que se enfrentan pacífica pero enérgicamente ante la cultura de muerte que asola occidente, y que pronto barrerá otras latitudes. Y todo, contando únicamente con la fuerza del que se postra ante un signo pobre y débil: el Pan Eucarístico, que nos hace presente a Jesucristo en la Cruz, entregado y victorioso.
Muchas más cosas, y más desordenadamente aún, podría decir de mi jotaemejota. De seguro me servirá para predicar los próximos meses en mi parroquia. Y Dios quiera que el sello de Su vibrante presencia se imprima, indeleble, en nuestras vidas, y nos lance de una vez a vivir la santidad, la perfecta amistad con Cristo, a la que estamos destinados por gracia. Amén, Jesús.
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