Pocas realidades suscitan más interés en el ser humano que lo que tiene que ver con la vida de ultratumba. Hemos tenido prueba de ello esta misma semana. La noche del lunes –alentada por el lucro comercial y una fuerte propaganda- fue testigo del desfile de disfraces de moribundos, muertos vivientes y demás imaginario paranormal.
Al día siguiente -Solemnidad de todos los santos- y el miércoles –día de los difuntos- los cementerios españoles se poblaron de hijos, nietos y amigos que acudían a visitar el sepulcro de sus seres queridos fallecidos.
¿Qué podemos decir y saber del más allá los que aún nos encontramos aquí, en el más acá? ¿Qué intuye nuestro corazón respecto a las realidades últimas? ¿Qué nos ha sido revelado desde lo Alto? El Papa Benedicto XVI realizó una espléndida síntesis en su hermosa carta sobre la esperanza, la Spe Salvi. En los últimos números de la misma –del 41 al 48- expone lo que Dios nos ha dado a conocer sobre nuestro destino final, y que ilumina y responde a los más hondos interrogantes humanos. Veamos qué nos dice.
El destino del hombre es la gloria, la vida, la que no acaba. De ahí que la resurrección de Cristo venga a iluminar la realidad más democrática de cuantas existen: que todos afrontaremos, pronto que tarde, el final de nuestra existencia terrena, la muerte. Y tras ella, como decía san Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales, el juicio, infierno o gloria.
El juicio –señala el Santo Padre- lejos de atemorizarnos debería ser para nosotros los hombres fuente de esperanza. Porque en él se hará justicia. Porque todo lo bueno sembrado en esta tierra recibirá su fruto. Porque todo el sufrimiento acumulado en el haber de la humanidad, recibirá sanación. Será un encuentro con el Dios de la Misericordia que une portentosamente justicia y gracia.
Benedicto recuerda que “la opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte”. Esa opción libre de la persona puede haber sido la de destruir totalmente en sí el deseo de verdad y de amor; son sujetos en los que todo se ha convertido en mentira, que han vivido para el odio. Ellos seguirían eternamente alejados del Amor con mayúscula. Fue su propio veredicto.
Otra opción es la de quienes se han dejado impregnar completamente de Dios, y están por tanto totalmente abiertos al prójimo. Son los santos.
Según nuestra experiencia, afirma el Papa, ni lo uno ni lo otro son el caso normal en la existencia humana. En la gran parte de los hombres podemos suponer que queda –en lo más profundo de su ser- “una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios”. Seguramente en las opciones concretas de la vida esa apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal: la envidia, el rencor, la avaricia o tantas otras. ¿Qué sucede con esta “suciedad que recubre la pureza?
Aquí entra en juego la noción del purgatorio. En palabras de san Pablo a los corintios, el día del juicio el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción, de cada vida. Y el fuego purificará lo valioso, y abrasará lo insustancial, la inmundicia. He aquí el dolor de amor con el que puede expresarse este proceso reparador.
Sabiendo esto, continua el Santo Padre, “¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud, o también de petición de perdón?” Esta interacción es posible “porque nadie vive solo. Nadie peca solo. Nadie se salva solo”. Concluye el Papa diciéndonos que nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro, y nunca es inútil”.
Con esta esperanza, con el deseo de vivir de tal modo que todos se salven, continuaremos los cristianos –desde el más acá- ofreciendo la Eucaristía, la oración y el sacrificio por los que se fueron, para que gocen en el más allá del Dios de la Vida.
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